Desde este ahora
-que es el mío y el de nadie más-
voy a dejar siempre
la luz encendida.
Cuando la apago tampoco es fácil:
la oscuridad desprende un hedor mascable
a soledad quieta.
Pero me aterra aún más
que la escena permanezca
exacta
con todo su desamparo
cuando vuelvo a pulsar el interruptor.
La silla rota el colchón
hundido la falta
de ventilación.
Ese reloj de pared impúdico
cuyo péndulo perfora
a voces los secretos.
No seré yo quién los camufle
con arrullantes hamacas sueños
viscolásticos con el viento
que agita los jazmines antes
de morir
en sus biznagas
con la arena que avanza
silente
y no censura al tiempo
porque puede
girar
y comenzar de nuevo
hasta el infinito.
Es hora de no
apagar las habitaciones
de mirar sin tapujos
con indiscreción
los muebles podridos.
De saber que están y
que se quedan hasta que yo decida
convertirlos en mota de polvo
minúscula
que solo se vuelve monstruo
cuando es sombra
que mi luz proyecta y agiganta.
Cuando yo dejo que lo sea.