Ese hombre que lleva
pantalones de algodón
rosas
y camisa de cuadros
metida por dentro
suda sentado en la bici estática de tu gimnasio.
En él se combinan el hedor
a cebolla agria de sus axilas con
el exudado de lycra barata
de sus calcetines recién estrenados.
Tiene amarillas
las uñas y hurga
con saña su nariz con el dedo
meñique. No advierte
las arcadas contenidas a ambos lados
el aviso
del apretado monitor de Crossfit:
“Perdone señor aquí no se puede
entrar con zapatos
de calle”
Las máquinas no cesan en su compás
alienante, los jadeos
se concentran en captar oxígeno
a bocanadas
para quemar la última
caloría del día y tú también
observas a ese hombre
que pedalea
que pedalea
con toda su fealdad
(las ingles rosas aprisionando el sillín
el último botón del cuello
tercamente abrochado las gafas
sucias)
Disimulas, miras
hacia otro lado, imaginas
su desnudo blando
en los vestuarios
y envidias
(en el fondo, en
secreto)
secreto)
su animal, su escrupulosa falta
de pudor.
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