Cuando él confesó que el arma del crimen había sido un
borsalino negro, nadie le creyó. Meses antes, ella salió del
trabajo sola. Sola comió y asolada leyó la prensa mientras removía
un café. Largo y solo. Después vino el golpe al doblar la esquina. Aquel
hombre tan joven se levantó, se colocó el sombrero apresurado y le
ayudó a levantarse del suelo.
El encontronazo dio lugar a los encuentros. Las bocas
enlazadas combatieron el pecho hueco de ella y las habitaciones con
monstruos de aquel joven que sólo se quitaba el sombrero cuando se
amaban a oscuras. Una noche él entró en el baño y encendió la
luz. En su redonda alopecía, ella distinguió dos manchas. Dos alas
marrones. Como las que tenía su hijo cuando le parió. Muerto, le
dijeron.
-Ponte el sombrero y vete- susurró antes de caer,
desplomada, sobre las baldosas grises.
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